Marx en el Manifiesto comunista propone que la historia de las sociedades es la historia de la lucha de clases. Resulta evidente que la fórmula sólo es aceptable si se entiende la palabra “clase” en su sentido más amplio, abarcando diferentes formas de agrupamiento social: castas, clanes, órdenes, estatus. “Clase” no se refiere sólo a las clases modernas que presuponen la existencia del trabajador libre y de relaciones salariales. Podemos añadir a esto que el capitalismo siempre se ha mostrado capaz de crear otras formas de opresión cuando así le interesa, como la de razas que tan útil le fue en el momento de la acumulación primitiva de capital y le sigue siendo hoy para explotar imperialista de nuestros países. O subsumir opresiones ya existentes previamente como la patriarcal. 

Por otra parte, sería en vano buscar una definición simple de clases sociales en Marx, o un cuadro estadístico de las categorías socio-profesionales. Es decir que, para Marx las clases aparecen en una relación de antagonismo mutuo, reciproco. Y se definen en y por sus luchas. Dicho de otro modo: la lucha de clases es más una noción estratégica que sociólogica.

Wikipedia no es la mejor bibliografía para un estudio. Pero puede servirnos para ver que imagen se ha formado sobre un tema el sentido común. De Francisco de Vitoria dice: 

“Se preocupó por los derechos de los indios. Su obra De indis recoge las lecciones en las que expresó su postura ante el conocimiento de diversos excesos cometidos en las tierras conquistadas en América. En ella afirma que los indios no son seres inferiores”. 

Quiero llamar la atención sobre un detalle de este relato. Vitoria en el siglo XVI y Wikipedia en el XXI llama indios no a los nacidos en la India sino a los de nuestras tierras. Y en ese término agrupaba a aztecas, mayas, kunas, moches, paracas, quechuas, mapuches, patagones. Igualmente “negro” se aplicó a seres que, hasta ese momento, no tenían nada en común. Con la obra de Vitoria nacía la clasificación racial de la humanidad.

Era el año 1532. Ya habían terminado las guerras de conquista y se trataba de dejar establecido: 1) que había que terminar con la violencia inmoderada; 2) que era la autoridad temporal la que debía primar sobre la papal; 3) que esa autoridad la debían ejercer los españoles porque los “indios” eran menores de edad:

“Esos extranjeros, aunque, como se ha dicho, no sean del todo incapaces, distan, sin embargo, tan poco de los retrasados mentales que parece no son idóneos para constituir y administrar una república legítima dentro de los límites humanos y políticos. Por lo cual no tienen leyes adecuadas, ni magistrados, ni siquiera son suficientemente capaces para gobernar la familia. Hasta carecen de ciencias y artes, no sólo liberales sino también mecánicas, y de una agricultura diligente, de artesanías y de otras muchas comodidades que son hasta necesarias para la vida humana".

Así la clasificación racial establecía categorías entre los humanos. Unos capaces no sólo de administrar sus tierras sino también las de los otros, los otros incapaces. Por cierto dar fin a la violencia extrema no era dar fin a toda intimidación. Fueron exterminados alrededor de 35 millones de habitantes en los siguientes 50 años.

Esta clasificación racial fue la justificación de una relación de dominación directa, política, social y cultural de los europeos sobre los conquistados de los otros continentes. El capitalismo, la modernidad, no hubieran sido posibles sin este elemento. En El Capital Marx nos lo dice: "El descubrimiento de los países del oro y de la plata en América; el exterminio, la reducción a la esclavitud y el entierro en las minas de la población indígena; el principio de la conquista y del saqueo de la India oriental; la transformación de África en un territorio de caza comercial de pieles negras, fueron los procedimientos que caracterizaron la aurora de la época de producción capitalista. Estos idílicos procesos constituyen los momentos principales de la acumulación primitiva".

En el N° 6 de la revista Amaru que publicaba Emilio Adolfo Westphalen se recoge un artículo de Ernest Mandel en que se ha sumado el valor del oro y la plata arrancados de América hasta 1660, el botín extraído de Indonesia por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales desde 1650 hasta 1780, las ganancias del capital francés en la trata de esclavos durante el siglo XVIII, las entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés de la India durante medio siglo: el resultado supera el valor de todo el capital invertido en todas las industrias europeas hacia 1800.

Así tenemos una primera comprobación. El racismo, conjunto de ideas y comportamientos que todavía marca nuestra cultura, ha ayudado a crear una realidad económica y social de opresión. Aunque podemos decir también lo contrario: la invasión europea sobre nuestras tierras es la que ha determinado la existencia no sólo del racismo sino también el concepto de razas tal como lo conocemos hoy. En todo caso, en ese dialogo entre cultura, sociedad y economía se ha forjado los sistemas de dominación tal como lo conocemos hoy. No es posible ser anticapitalista sin ser antirracista, pero tampoco podemos ser antirracistas sin ser anticapitalistas.

Se puede argumentar que esto termina con la independencia. Pero el pensamiento desde el que se construyen nuestras naciones mantiene esa diferencia étnica. No la puede resolver porque se mantiene en la dinámica capitalista que necesita de siervos y esclavos que continúen la acumulación originaria de capital. Cuando se libera a los negros es a costa de traer chinos.

Quizá la mejor prueba de cuál es el pensamiento de los “libertadores” es recurrir a lo que ellos mismos escribieron. Me refiero a la Carta de Jamaica de Bolívar:

“No somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimientos, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores”. 

Es la independencia de un sector del país, que tiene los derechos de Europa, en contra de otro. Un ñoqayku. El socialismo sería convertir nuestra historia en un ñoqanchis. El ñoqanchis supone que el otro también tiene derecho a existir. “Un mundo donde entren varios mundos” diría el Subcomandante Marcos. Un mundo donde las comunidades indígenas puedan conservar sus formas de organización económica, su propia administración de justicia, su religiosidad, su idioma, su autonomía.  

Por supuesto esto Marx no tenía por qué verlo. En su carta a Vera Zasulich precisa que sus estudios son sobre Europa. Los primeros marxistas latinoamericanos tampoco lo vieron. Baste mencionar que el primer periódico marxista se editó en Argentina pero en idioma alemán, eran migrantes los que lo hacían. El fundador del marxismo latinoamericano es Mariátegui y le da importancia central al tema del indio pero situándolo en el terreno económico y de la lucha de clases: “El problema del indio es el problema de la tierra” dice. Y, sin embargo, no descuida lo racial como elemento culturalmente articulador de la opresión. Es más, el problema de la tierra, en la visión del Amauta es también un problema cultural, de religiosidad andina.

En la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, Mariátegui presenta su tesis sobre el problema de las razas en nuestro continente:

Los elementos feudales o burgueses, en nuestros países, sienten por los indios, como por los negros y mulatos, el mismo desprecio que los imperialistas blancos. El sentimiento racial actúa en esta clase dominante en un sentido absolutamente favorable a la penetración imperialista. Entre el señor o el burgués criollo y sus peones de color, no hay nada de común. La solidaridad de clase, se suma a la solidaridad de raza o de prejuicio, para hacer de las burguesías nacionales instrumentos dóciles del imperialismo yanqui o británico. Y este sentimiento se extiende a gran parte de las clases medias, que imitan a la aristocracia y a la burguesía en el desdén por la plebe de color, aunque su propio mestizaje sea demasiado evidente.

La relación clase/ genero y las raíces económicas del patriarcado no es menor. Marx en el libro I de El Capital pone en escena la relación de explotación: la extorsión de plusvalía en el sótano del mercado, donde se dilucida el prodigio del dinero que parece hacer dinero, reproduciéndose a sí mismo, dentro de un misterio tan prodigioso como el de la Inmaculada Concepción. Esta relación es el resultado de separar al trabajador de sus medios de producción. La maquinaria y las herramientas en el caso de los obreros, la tierra en el de los campesinos. Marx no lo dice pero podemos decirlo nosotros: los derechos reproductivos en el caso de las mujeres. Si bien es natural que ellas se encarguen de la reproducción, no lo es que no tengan control sobre ella. Que sea la Iglesia o el Estado quienes se encarguen de reglamentar la reproducción con métodos tan contradictorios entre si como considerar al mismo tiempo pecado el condón en las ciudades y lógica la esterilización masiva en el campo.

En el Capitulo X del libro I de El Capital vemos como la reglamentación de la jornada laboral se presenta como una lucha de siglos. En el caso de la mujer el horario de trabajo cubre toda su vida. Cuando no está en el trabajo directamente productivo lo está en el indirectamente productivo: el trabajo de cuidados sin los cuales los demás trabajadores no podrían sobrevivir. Esta relación entre producción directa/ indirecta está estudiada en el libro II de El Capital y la participación en uno u otro no tiene nada que ver con la definición marxista de clases sociales.

Posteriormente hay quienes han reducido la definición de proletariado a la producción directa y más exactamente a la fabril, pero les reto a encontrar esta limitación en Marx. Es más, lo que hace en El Capital es estudiar no las relaciones personales entre un trabajador y un capitalista sino entre trabajadores y capitalistas como sistema, seres colectivos. De modo tal que podemos decir que si bien la mujer no es asalariada el pago al trabajador está pensado al mismo tiempo en una forma de sustentar la familia y de entregar el control de este sustento al varón. La propuesta de la Renta Básica: que haya un sueldo mínimo para todos los ciudadanos/ciudadanas independientemente de las formas que tengan de participar en la producción apunta a resolver este problema.

La sociedad en la que vivimos está estructurada por las desigualdades de género: la diferente posición de mujeres y hombres en el trabajo asalariado y en el de cuidados, la cosificación de los cuerpos de las mujeres, el desigual acceso a todo tipo de recursos, la infra-representación de las mujeres en espacios de poder y por supuesto, los comportamientos e ideas que subordinan, discriminan y desvalorizan a las mujeres. Nuestra sociedad tiene mecanismos que refuerzan y reproducen estas desigualdades. Lo vemos por ejemplo en el tratamiento sexista de los medios de comunicación, en las leyes discriminatorias y en la violencia institucional. Todo esto sigue señalando a las mujeres como sujetos desiguales.

El racismo y el sexismo no pueden olvidarse en nuestro proyecto de utopía. Por un lado hay que pensar que el modelo de vida occidental, centrado en la idea del “desarrollo”, no es el único valido. Frente al “desarrollo” que supone priorizar el hombre económico sobre el social existe la propuesta del “buen vivir” que supone un triple esfuerzo por relacionarnos bien con la naturaleza, nuestros semejantes y nuestra propia intimidad. Esto calza perfectamente con la propuesta socialista del Manifiesto Comunista que no es solo una estatización de la producción en un Estado unipartidario, por la que en verdad yo no lucharía, sino: “una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”.

Quisiera iluminar esta disyuntiva apelando a un documento histórico: la carta a Maurice Thorez (secretario general del Partido Comunista Francés), escrita en octubre de 1956 por Aimé Césaire. El texto nació poco después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, donde se denunciaron los crímenes del estalinismo; el mismo mes del levantamiento del pueblo húngaro contra el régimen burocrático pro-ruso (con un saldo de miles de muertos) y de la agresión colonial contra Egipto por la nacionalización del canal de Suez. Por supuesto condena no sólo al estalinismo sino a aquellos que hablan de los “errores de Stalin” como si asesinar millones fuera solo un error.  

Pero no es sobre esto que quiero reflexionar. Hay otros dos elementos de la propuesta de Cesaire que me importan más en este momento. La primera es que las luchas de los oprimidos no pueden ser tratadas, dice Césaire, como parte de un conjunto más importante, porque existe una singularidad de nuestros problemas que no se reducen a ningún otro problema. La lucha contra el racismo, dice, es de una naturaleza muy distinta a la lucha del obrero francés contra el capitalismo francés, y no puede considerarse un fragmento de esta lucha.

Así como hay que darle un espacio, un tiempo, formas organizativas, a la lucha de los trabajadores, hay que dárselo también a las mujeres y pueblos oprimidos. Se trata, afirma Césaire, de no confundir alianza y subordinación, algo muy frecuente cuando los partidos de izquierda pretenden asimilar las demandas de los diversos abajos a una causa única, mediante la sacrosanta unidad que no hace más que homogeneizar las diferencias, instalando nuevas opresiones.

La segunda cuestión que ilumina la carta de Césaire, de rabiosa actualidad, se relaciona con el universalismo. O sea, con la construcción de universales no eurocéntricos, en los cuales la totalidad no se imponga sobre las diversidades. "Hay dos maneras de perderse: por segregación amurallada en lo particular o por disolución en lo 'universal'". Aún estamos lejos de construir un universal depositario de todo lo particular, que suponga la profundización y coexistencia de todos los particulares, como escribió Césaire seis décadas atrás.


[Fotografía principal: Martín Chambi]