En el libro que reúne los prólogos a las novelas que seleccionó para ser publicadas por la Biblioteca de Plata —una colección de narrativa contemporánea que dirigió para Círculo de Lectores, el club de libros español—, Mario Vargas Llosa escribió, a modo de presentación, un ensayo que resume sus ideas sobre la novela, la ficción e incluso la política: “La verdad de las mentiras”. Definitivamente se trata de un texto importante que incluso da título al volumen en conjunto. Su tesis central es la que queda dicha en el siguiente párrafo:

En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo.
(La Verdad de las Mentiras)
Ficción y mentira

En el presente ensayo quiero cuestionar la propuesta desde la teoría y la historia de la literatura. Y pienso comenzar cuestionando el propio título del ensayo “la verdad de las mentiras”. Es una paradoja que le gusta mucho a Vargas Llosa y sobre la que vuelve una y otra vez. No es la primera vez que se propone que la literatura es una mentira. Pero la mentira ha cambiado de signo, mientras para el novelista la mentira es positiva y liberadora, para el filósofo es un estorbo en la búsqueda de la verdad. Por eso Platón propone botar a los poetas de La República:

¿Y qué decir de la mentira expresada en palabras? ¿Cuándo y para quién puede ser útil y no digna de ser odiada? ¿No resultará beneficiosa, como el remedio con que se contiene un mal, contra los enemigos y cuando alguno de los que llamamos amigos intenta hacer algo malo, bien sea por efecto de un ataque de locura o de otra perturbación cualquiera? ¿Y no la hacemos útil también con respecto a las leyendas mitológicas de que antes hablábamos, cuando, no sabiendo la verdad de los hechos antiguos, asimilamos todo lo que podemos la mentira a la verdad?

Sin embargo parece que no todos estamos de acuerdo en que la literatura es una mentira. André Malraux, por ejemplo, nos dice que “El mundo novelesco no considera su ficción ni falsa ni verdadera; ésta pertenece a otro ámbito, a lo imaginario, formado por el nexo muy vulnerable de varios elementos posibles”[ prólogo a El demonio del absoluto, Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008, p. 37]

La objeción es pertinente porque lo que distingue el binomio verdad/mentira es su capacidad de ser verificado. Preguntas del tipo ¿Existe el barrio de Huanupata en Abancay? ¿Era el barrio de las chicheras cuando Ernesto estaba internado en un colegio religioso? ¿Se rebelaron entonces? no las haría ningún lector de Los ríos profundos. Sería más ridículo aún que un lector de La metamorfosis pregunte por la posibilidad de que alguien se convierta en un enorme insecto.

Lo que ocurre, sin embargo, es que tanto Huanupata, como Ernesto, como el enorme insecto sólo tienen existencia dentro de sus respectivas novelas. El barrio de Huanupata o el río Pachachaca de Los ríos profundos no es el realmente existente en Abancay, así como el Vallejo del verso “Cesar Vallejo ha muerto/ le pegaban duro con un palo” no es el escritor verdadero, que necesitaba estar vivo para crear ese verso. El mundo de la novela, o del poema, no es el fáctico. No puede ser verdad o mentira con respecto a lo fáctico.

Cuando entramos al mundo de la literatura establecemos una especie de “pacto” entre lector y autor al que la teoría literaria ha llamado “verosimilitud” y que es descrito por el propio Vargas Llosa: “cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador”.

Este pacto de verosimilitud ha ido cambiando con el tiempo. Si bien es cierto que llega a su máxima realización en la novela moderna ya era parte del pensamiento griego. Aristóteles define, lo que todavía no se conocía como literatura, como “el arte que imita sólo con el lenguaje”. Es una definición que ha sido cuestionada. Susana Reisz de Rivarola [Teoría literaria. Una propuesta, PUCP, Lima, 1989, p. 21 ] nos dice:

Otro supuesto falso por su pretensión generalizadora consiste en asumir la propuesta aristotélica y aplicarla a sistemas literarios distintos a aquel en que surgió. Hacer de la ficcionalidad un rasgo distintivo de la literatura implica, en efecto, excluir arbitrariamente de ella buena parte de la poesía contemporánea (tanto la que es directo enunciado del poeta como la incatologable por su hermetismo), al igual que todas las formas de narrativa testimonial (diario, autobiografía, memorias, etc.). Por otro lado, también implica desconocer que existen ciertos tipos de textos producidos y recepcionados como ficcionales que, a pesar de ello, nunca han sido considerados literarios. Tal es el caso de una historia clínica con los datos cambiados para que no se identifique al paciente o el de cualquier chiste en que aparezcan personajes que eventualmente pueden dialogar entre sí.

Un par de observaciones adicionales al texto de Reisz. Se considera literatura no sólo los textos poéticos y narrativos como se ve en la cita. También el ensayo. Los estudios de literatura peruana incluyen a Mariátegui y a González Prada. Por otro lado esa advertencia contra la aplicación del modelo aristotélico “a sistemas literarios distintos a aquel en que surgió” la lleva a Reisz a la literatura contemporánea. Pero podemos pensar también en el pasado. La distinción entre lo “histórico” y lo “artístico” no es aplicable a los autores de la Biblia por ejemplo. Entre nosotros las crónicas coloniales.

Ficción y literatura

Pero esta objeción teórica puede no afectar la postura Vargas Llosa. Hay que tener en cuenta que mientras Susana Reisz se refiere a toda la literatura, desde poemas herméticos hasta autobiografías, nuestro Nobel solo habla de la novela. Para Vargas Llosa lo ficcional es exclusivo de la novela. Es más, unos párrafos adelante nos dice que hay una distinción entre novela por un lado y la poesía o el teatro por el otro. La primera es muestra de que hay algún descontento: “Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida” . Cuando esto no existe no puede haber novela. En lo que él llama “sociedades religiosas” (volveremos sobre esto más adelante) existe teatro o poesía pero no novela porque esta reprimido el descontento. “Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez grandes novelas”. 

A esto habría que hacerle un par de objeciones por lo menos. La primera se refiere a la ficcionalidad en el teatro y la poesía. Hasta donde es válida esa diferencia que Vargas Llosa establece. La segunda se refiere a la propia novela. La ficcionalidad de la novela ha variado con el tiempo. Al punto que podemos establecer rupturas importantes. Para poner un solo ejemplo pensemos en El Quijote. Cuando se queman los libros de la biblioteca de Alonso Quijano el cura envía a la hoguera todas las novelas de caballería. Según él son “en el estilo duros; en las c; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil”. Curioso que en una novela como la que estamos comentando se critique a otras por increíbles. El pacto de verosimilitud se había roto y era necesario restablecerlo.

La ficcionalidad es anterior a la novela. Si le creemos a Aristóteles es anterior al propio nombre de la literatura. Y las referencias del pensador griego no están dirigidas a la novela, que en ese entonces no existía, sino a la poesía:

De lo que hemos dicho resulta evidente que la tarea propia del poeta no es referir lo realmente acaecido sino que calidad de cosas podrían acaecer, esto es, las cosas posibles según lo verosímil o lo necesario. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por el hecho de que el uno se expresa en verso y el otro no (ya que se podría poner en verso la obra de Herodoto y no sería menos historia con versos que sin ellos); se diferencian, más bien, en que el uno refiere lo realmente acaecido y el otro que calidad de cosas podrían acaecer. Por eso la poesía es más filosófica y más profunda que la historia, ya que la poesía habla más de lo general, la historia de lo particular. Lo general es qué calidad de cosas le corresponde decir o hacer a que calidad de individuo según lo verosímil o lo necesario. A esto apunta fundamentalmente la poesía por más que ponga nombres propios a los personajes. Lo particular es que hizo o que le pasó a Alcibiades/

Es cierto que no toda la poesía puede ser encuadrada en la mimesis de las acciones. Aristóteles tiene como paradigma la poesía trágica, no lo que hoy llamaríamos lirica. Es verdad también que hoy hay otros poemas (los herméticos) que escapan a la tesis aristotélica. Pero queda claro que durante mucho tiempo el campo de acción de la ficción fue la poesía, el verso. 

Hecha esta aclaración revisemos ahora la propuesta del griego. En primer lugar queda claro que es bastante lejana del “los poetas mienten” de Platón. Los poetas no mienten porque su terreno no es el de lo factico: “resulta evidente que la tarea propia del poeta no es referir lo realmente acaecido” nos dice. Pero va más allá. La poesía supone una verdad. Es “más filosófica y más profunda que la historia”, porque puede proponer problemas humanos de validez universal a través de personajes y acciones que llevan el sello de lo individual, de lo cotidiano.

Podemos afirmar entonces que mientras Vargas Llosa es platónico, Arguedas es aristotélico. Quizá uno de los debates más interesantes en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos que se realizó en Arequipa el año 1965 fue el que se produjo entre Sebastián Salazar Bondy, que definía la novela y el arte en general como “una gran mentira, es la más maravillosa de las mentiras” y Arguedas que proponía exactamente lo contrario “la literatura es una gran verdad”: “Si pasamos una revista muy ligera de las novelas maestras escritas a través de toda la historia de la literatura, nos encontramos que quienes han creado estas obras inmortales son los que más profundamente han conocido la realidad humana y de la naturaleza” [Primer Encuentro de Narradores Peruanos, Latinoamericana editores, Lima, 1986, p. 106 ]

No se crea con esto que Arguedas proponía una narrativa realista. En la página siguiente cita un comentario de Westphalen contra Sánchez. El entonces rector de San Marcos había dicho que la poesía de Eguren no tenía nada que hacer con la vida. A lo que el poeta surrealista respondió: “no sé lo que el señor Sánchez entenderá por vida, porque de ella brota todo tipo de creación artística”. La elección de los personajes no es casual. A un lado poetas (no narradores) nada referenciales, al otro el crítico más autorizado del momento, rector de la Decana de América. Arguedas toma partido por los primeros.

novela y ficción

El “pacto” entre autor y lector cambia según los tiempos. Hay cosas que son verosímiles en determinado momento de la literatura y que un tiempo después resultan hasta molestas. Yo veo algunas películas antiguas y me sorprendo de la ingenuidad con la que me divertía hace medio siglo. Hemos visto que Cervantes rechaza las novelas anteriores entre otras cosas por sus “hazañas increíbles”. El Quijote es, en buena medida, una replica de estas hazañas, un intento de ser caballero, pero desde la vida cotidiana. Sus palacios son posadas, su dama una mujer sencilla. Esa perspectiva había comenzado realmente con El lazarillo de Tormes. Se pasa de la tragedia a la comedia, de la ficción a la realidad.  

Nuevos pactos pueden darle un peso distinto a distintos componentes del hecho literario. La ficcionalidad, por ejemplo, que fuera importante en Tolstoi, Melville, Stendhal, Flaubert, por citar autores del gusto de Vargas Llosa, deja de serlo en Proust o Joyce.

Según Roman Jakobson la literatura se distingue por ser un texto en el que “se violenta organizadamente el lenguaje ordinario”. Todos los días usamos el lenguaje para comprar el pan o preguntar la hora. Es un lenguaje utilitario, sirve para algo. Es también un lenguaje directo, su significado está fijado de antemano. En la literatura nos encontramos con textos que no buscan utilidad práctica inmediata. “La poesía es inútil y por eso es necesaria” decía Gerardo Diego. Pero además le da nuevos sentidos a las palabras. Los textos literarios tienen estructuras y recursos que estudiar que escapan de lejos a la relación directa significante/significado. Estas estructuras y recursos parecen ocupar hoy el centro del quehacer literario, tanto en la teoría que comienza con los formalistas rusos como en la escritura. Pero dejemos que sea el propio Vargas Llosa el que nos de cuenta del fenómeno. Lo hace en el prólogo a Al este del Edén de John Steinbeck:

A partir de autores como Joseph Conrad y, sobre todo, Henry James y Proust, una sutil escisión comienza a darse en el arte narrativo. El genio literario, consciente de que la novela es forma —palabra y orden— antes que anécdota, se va progresivamente concentrando en aquélla en desmedro de ésta, hasta llegarse al extraordinario extremo de autores en los que el cómo contar ha vuelto poco menos que superfluo y casi abolido el qué contar. Finnegans Wake es, claro está, el monarca de esa rancia estirpe. Así, por ejemplo, leer al italiano Gadda, al alemán Broch, al austríaco Musil y al cubano Lezama Lima —para citar sólo cuatro ejemplos de excelentes escritores escogidos con toda malevolencia por estar en el límite mismo entre lo legible y lo ilegible— es una fascinante operación intelectual, pero de naturaleza cualitativamente distinta a la de los lectores tradicionales —o, si se prefiere, convencionales— de obras de ficción. Éstos leían para desaparecer en lo leído, para perder su conciencia individual y adquirir la de los héroes cuyas fechorías, peligros y pasiones compartían desde adentro gracias a la diestra manipulación de sus sentimientos y su inteligencia por parte del narrador. El lector de La muerte de Virgilio, El zafarrancho aquel de Via Merulana, El hombre sin atributos y Paradiso jamás se disuelve en el mundo imaginario de estas novelas, como le sucede al que lee Los miserables o La Regenta. Por el contrario, su conciencia debe mantenerse alerta, aguzada en extremo, y toda su inteligencia y cultura deben comparecer en la lectura para llegar a apreciar debidamente la refinada y compleja construcción que tiene delante, las sutiles y múltiples reverberaciones literarias, filosóficas, lingüísticas e históricas que ella suscita y para no extraviarse en las laberínticas trayectorias de la narración. Si arriba al fin, no hay duda: ha aprendido algo, enriquecido su intelecto, educado su sensibilidad literaria. Pero difícilmente se puede decir que se haya divertido como se divierte el simple mortal que ensarta adversarios con d’Artagnan, hace el amor y la guerra con Julián Sorel o bebe el arsénico con los labios trémulos de Emma Bovary. En la esquizofrenia novelística de nuestro tiempo, se diría que los novelistas se han repartido el trabajo: a los mejores les toca la tarea de crear, renovar, explorar y, a menudo, aburrir; y a los otros —los peores— mantener vivo el viejo designio del género: hechizar, encantar, entretener. Se cuentan con los dedos de una mano los novelistas de nuestro tiempo que han sido capaces, como Faulkner o García Márquez, de reconstituir la unidad de la ficción en obras que sean a la vez grandes creaciones estilísticas y mundos hirvientes de vida y aventura, de pensamiento y de pasión

Es justo reconocer que cada cual se divierte a su manera. El jugador de ajedrez busca apreciar “la compleja estructura que tiene adelante” mientras que el de Monopolio se interioriza en la ficción de comprar y vender propiedades. De modo tal que no podemos estar del todo de acuerdo con Vargas Llosa en la apreciación de que los autores de estas novelas “difícilmente se puede decir que se haya divertido”. Lo que si queda claro es que el pacto entre el autor y el escritor ha cambiado y en él la ficcionalidad ha perdido peso. Seguir dándole vueltas al tema es una “utopía arcaica”.  

Sobre todo si esta idea arcaica de la novela se quiere imponer a la fuerza. Mientras que en el prólogo a Steinbeck reconoce que ya no se producen “mundos hirvientes de vida y aventura, de pensamiento y de pasión” en el ensayo que estamos criticando da una definición tan categórica como arcaica de la novela: “La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución anti-brechtiana: sin «ilusión» no hay novela” [Bertolt Brecht. El compromiso en literatura y arte. DIETERICH, G. (tr., selec. y prólogo). Península, Barcelona, 1973; p. 26]

Verdades y mentiras políticas

Hemos llegado, casi naturalmente, a la principal diferencia entre Vargas Llosa y Aristóteles-Arguedas-Brecht. En realidad no estábamos hablando de literatura sino de política. O, para ser más precisos, la literatura es un acto político.  

Vargas Llosa es un hombre de la palabra. Él sabe que la palabra “capitalismo” resulta antipática. Entonces utiliza otra clasificación de las sociedades: “abiertas” y “cerradas”. No define ninguna de las dos. Al hablar de las sociedades “abiertas” deja de llamar “mentira” a la novela para llamarla “verdad”:

Estas fronteras bien delimitadas entre literatura e historia —entre verdades literarias y verdades históricas— son una prerrogativa de las sociedades abiertas. En ellas, ambos quehaceres coexisten, independientes y soberanos, aunque complementándose en el designio utópico de abarcar toda la vida.

Por último, como resulta difícil defender el capitalismo se dedica a atacar las sociedades “cerradas”. Y elige dos: el Imperio de los Incas y la Unión Soviética. Y, en efecto, no creo que nadie en su sano juicio pueda justificar el estalinismo. Fue un régimen de opresión. Pero de ahí no se puede sacar la conclusión de que el capitalismo sea. Y no solo por razones políticas o económicas. Incluso por razones literarias. La utopía de Rodari de socializar el uso de la palabra solo podrá ser posible cuando socialicemos la posibilidad de editar y distribuir libros y revistas; cuando todos tengamos suficiente tiempo libre como para producir cultura; cuando lo económico no prime en las relaciones interhumanas. Eso –coincido con Vargas Llosa- no fue el ideal estalinista. Pero tampoco lo es en las sociedades que él llama “abiertas”.

Para Vargas Llosa la novela no es, como si el teatro para Brecht, un llamado a la acción. El descontento del hombre es natural y no se va a poder cambiar. Lo que se puede hacer es distraerlo. La novela lo que debe lograr es “hechizar” al lector, palabra que repite continuamente, y procurarle un tipo de vivencias que se apartan radicalmente de las comunes, razón por la que se ofrecen como evasión y refugio de lo cotidiano. Superar, por la vía de la mentira literaria lo que Freud llama “principio de realidad”, opuesto siempre al “principio de placer”.

Si ese es el proyecto literario y político de Vargas Llosa hay que reconocer que lo logra. En ese sentido es un buen escritor. Aunque, evidentemente, no estemos de acuerdo.

KREATINN

La literatura, no sólo la peruana, se desarrolla primero en revistas. Alguien dijo que lo más importante de Mariátegui no fueron los 7 Ensayos sino la revista Amauta. Y no hay que descuidar las revistas provincianas. Quiero saludar la publicación en Cajamarca de Kcreatinn, saludar a su director Jack Farfán y compartir con los lectores de La Mula el ensayo que tuvieron la generosidad de publicarme.