Homenaje a Papá Lucas
Relato que no pudo ser escrito
Vivíamos allá, en Toro. Frente a la Plaza de Toros de Santa Helena. Me acuerdo las casitas del sitio: amarillas, celestes, verdes, rosadas. Qué lindo cuando la lluvia golpeaba los techos. Era un concierto. Por supuesto un concierto cantado por las ranas. Nos arrullaban con sus rumores toda la noche. El padre, entonces, se fijaba que yo estuviera calientita. Mi papá Lucas. Porque yo tenía otro papá pero que vivía lejos.
Nunca vi unas calles tan mal hechas como las de Toro. Cuando yo iba a Cali o a la playa las pistas eran parejitas. En Toro no ¿te acuerdas? Los carros saltaban más que mi caballito. Papá Lucas me enseñaba a montar. Me decía que todavía no debía hacerlo sola. Y él cabalgaba, derechito, a mí lado. Se le veía tan bonito. Aunque, a veces, cuando estaba cansado, al regresar del campo, solamente sacaba su silla y su radio para verme pasear desde la vereda. También decía que nunca me parara atrás. “Los caballos se ponen nerviosos cuando te paras atrás y te patean” me contaba. Yo una sola vez me puse nerviosa. Pero no es hora de hablar de mí. Hoy quiero recordar a Papá Lucas.
Que alegres eran las calles de mi pueblo. De día pasaban, alegres, los vendedores: “¡La fruuuuuta, la rica fruta!”. De noche Papá Lucas sacaba la mesa y los casinos. Entonces llegaban los amigos y era un jugar y un reír, un reír y un jugar, que nunca se acababa. O, mejor dicho, yo nunca veía que se acabara porque siempre me mandaban a dormir. Yo no quería. Bostezaba una y otra vez pero no quería separarme del “abue”, que así también lo llamaba a Papá Lucas.
Él salía temprano en la mañana. Cuando yo todavía estaba preparándome para ir al colegio. Y llegaba cuando yo ya había regresado. Como trabajaba el hombre. “No se puede dejar que los chicos hagan todo, ellos no saben trabajar todavía” decía, como si los “chicos” fueran muy jóvenes. Lo cierto es que eran mayores que mi mamá.
Y yo, que era la única niña, ya algo sabía del campo ¡Qué lindo cuando me llevaban! Ahí aprendía más que en el colegio. Me conocía los nombres de todos los pájaros. Sabía en qué orden estaban puestos los árboles. Pero lo que más me gustaba era las flores: madreselvas, santaritas, rosas, claveles, malvones, azucenas, pensamientos, violetas, geranios. Las reconocía no sólo por su color sino por sus olores. El campo era una fiesta de olores. Sobre todo lo del tío Jorge. Él se dedicaba a vender sus flores en la puerta del cementerio. Su perro, el Chueco, se mantenía recostado a su lado. Pero a mí lo que me más me gustaba era ir a su campo a mirar y oler las flores. Yo no sé porque eran todas para los muertos ¿Se podrá oler estando muerto?
Cuando Papá Daniel llegaba por acá era muy chistoso pedirle que reconozca cada flor por su nombre. Él, que había estudiado tanto, que sabía la historia de Colón y de Bolívar, se perdía cuando íbamos al campo y no podía ni caminar. Pobre. En cambio nos llevaba a la playa. Y estábamos ahí, charla que charla, cuenta que cuenta. Su cuento del barquito de papel le gustaba tanto. A mí también. Si un día no lo contaba él se lo pedía yo. Y en el barquito yo me imaginaba que viajaba lejos, lejos. Pero nunca tan lejos como para dejar de escuchar los perros o dejar de oler las flores. Nunca tan lejos como ahora.